Del ovillo enmarañado de la memoria, de la oscuridad, de los nudos ciegos, tiro de un hilo que me aparece suelto.
Lo libero poco a poco, con miedo de que se deshaga entre mis dedos.
Es un hilo largo, verde y azul, con olor a cieno, y tiene la blandura caliente del lodo vivo.
Es un río.
Me corre entre las manos, ahora mojadas. Toda el agua me pasa por entre las palmas abiertas, y de pronto no sé si las aguas nacen de mí o hacia mí fluyen.
Sigo tirando, no ya sólo memoria, sino el propio cuerpo del río.
Sobre mi piel navegan barcos, y soy también los barcos y el cielo que los cubre y los altos chopos que lentamente se deslizan sobre la película luminosa de los ojos.
Nadan peces en mi sangre y oscilan entre dos aguas como las llamadas imprecisas de la memoria.
Siento la fuerza de los brazos y la vara que los prolonga.
Al fondo del río y de mí, baja como un lento y firme latir del corazón.
Ahora el cielo está más cerca y cambió de color.
Y todo él es verde y sonoro porque de rama en rama despierta el canto de las aves.
Y cuando en un ancho espacio el barco se detiene, mi cuerpo desnudo brilla bajo el sol, entre el esplendor mayor que enciende la superficie de las aguas.
Allí se funden en una sola verdad los recuerdos confusos de la memoria y el bulto súbitamente anunciado del futuro.
Un ave sin nombre baja de no sé dónde y va a posarse callada sobre la proa rigurosa del barco.
Inmóvil, espero que toda el agua se bañe de azul y que las aves digan en las ramas por qué son altos los chopos y rumorosas sus hojas.
Entonces, cuerpo de barco y de río en la dimensión del hombre, sigo adelante hasta el dorado remanso que las espadas verticales circundan.
Allí, tres palmos enterraré mi vara hasta la piedra viva.
Habrá un silencio primordial cuando las manos se junten con las manos.
Después lo sabré todo.
jueves, 20 de noviembre de 2008
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