Las luchas de gatos en estado salvaje son una verdadera rareza porque lo que sobra es espacio. Pero en las áreas urbanas y suburbanas, más atestadas, los territorios felinos se juntan y con frecuencia se superponen. Esto significa que frecuentemente se dan peleas y serios duelos físicos, sobre todo entre machos rivales. De vez en cuando quedan cuerpos muertos o se producen serias heridas como resultado de dichas peleas.
El objetivo primario de un gato al atacar es propinar a su rival un mortal mordisco en el cuello, empleando en gran parte la misma técnica que cuando mata a una presa. Dado que su oponente tiene más o menos el mismo tamaño y la misma fuerza, este mordisco fatal raramente se produce. Por lo mismo, el rival, por más miedoso y cobarde que sea se defiende de manera que es casi imposible lograr un auténtico mordisco en la garganta. Lo que debemos recordar aquí es que, incluso el individuo más salvaje y dominante, cuando se lanza por su fiero instinto al ataque, en su interior teme los resultados de “luchar hasta las últimas consecuencias”. Si le acorralan, el
más débil lo intenta todo, lanza sus aguzadas garras, hiere si es posible al gato dominante de una forma que pueda suponer una seria amenaza para sus futuros éxitos venatorios y, por lo tanto, para su auténtica supervivencia.
Por ello, incluso un atacante extremista muestra cierto miedo en su agresión al llegar el golpetazo final del contacto físico.
Una típica batalla se desarrolla de la forma siguiente: el animal dominante localiza a un rival y se aproxima a él adoptando una característica postura de amenaza, caminando sobre sus patas estiradas por completo para parecer, de repente, mayor de lo que es. Este efecto se consigue además erizando los pelos del lomo. Dado que las cerdas son más largas hacia la parte de atrás del animal al encresparse la línea de su lomo sube hacia la cola. Esto confiere al gato atacante una silueta que es exactamente la contraria de la forma agazapada del rival más débil, cuya parte posterior se mantiene baja casi pegada al suelo. Mostrando la zona posterior de sus orejas y aullando, gruñendo y refunfuñando, el atacante avanza en cámara lenta, observando cualquier reacción repentina de su encogido enemigo. Los ruidos que hace son sobrecogedoramente hostiles, y resulta difícil comprender cómo a una actitud tan marcadamente agresiva se le haya podido calificar de “maullidos de amor” del gato macho. Sólo cabe preguntarnos cómo será la vida amorosa de las personas que inventaron ese nombre. Huelga decir que no tiene nada que ver con el auténtico cortejo del gato. Cuando el gato atacante llega muy cerca de su rival, realiza un movimiento extraño, pero altamente característico, tuerce la cabeza. A un metro de distancia alza levemente la testa y la tuerce hacia un lado, sin perder de vista al enemigo. Luego el atacante da un paso lento hacia delante y ladea de nuevo la cabeza hacia la otra parte. Esto suele repetirse varias veces y parece ser un amago del inminente mordisco en la garganta, como si dijese con la cabeza ladeada y en posición de morder: esto es lo que te espera.
En otras palabras, el atacante lleva a cabo la “intención de movimiento” del típico asalto de la especie. Si dos gatos de igual categoría o rango se encuentran y se amenazan mutuamente, puede transcurrir largo rato de punto muerto, con cada uno de los animales llevando a cabo exactamente la misma aproximación hostil, como si estuviesen delante de un espejo. Cuanto más se acercan, más lentos y breves se hacen sus movimientos, hasta que en un momento dado se inmovilizan, y esta paralización puede prolongarse durante muchos minutos. Durante todo el tiempo continuarán exhalando sus penetrantes maullidos y gemidos, pero ni uno ni otro está dispuesto a capitular. Llegado el momento, pueden separarse en un movimiento
increíblemente lento. Incrementar su velocidad sería tanto como admitir su debilidad, y ello llevaría a un inmediato ataque del rival, por lo que ambos se retiran con unos movimientos casi imperceptibles para mantener su rango. Si esas amenazas y contraamenazas desembocan en una pelea seria, todo comienza con una arremetida por parte de uno de los adversarios intentando un mordisco a la garganta. Cuando sucede esto, el adversario gira instantáneamente en redondo y se defiende con sus propias fauces, mientras golpea al mismo tiempo con sus patas delanteras, que se traban con las garras delanteras del contrario, al tiempo que se propinan salvajes coces con sus potentes patas traseras. Éste es el momento en que, literalmente se arma una tremolina impresionante, y los maullidos dan paso a fuertes chillidos, y los dos animales ruedan, se enzarzan, se muerden, se clavan las garras y se cocean. Esta fase no dura mucho. Es demasiado intensa. Los rivales se apresuran a separarse y prosiguen sus exhibiciones de amenaza, mirándose mutuamente y gruñéndose de nuevo. Se repite entonces el asalto, tal vez varias veces, hasta que, finalmente, uno de los dos se rinde y se echa al suelo con las orejas por completo aplastadas. Éste es el momento en que el vencedor realiza otra exhibición muy característica. Se vuelve en ángulo recto hacia el perdedor y, con gran concentración, empieza a olisquear el suelo, como si exactamente en aquel momento se hubiese depositado allí un olor irresistiblemente delicioso. El animal se concentra tanto en ese olisqueo que, de no tratarse de un rasgo peculiar de todas las peleas, tendría la apariencia de una auténtica verificación de olores. Pero se trata sólo de un acto ritual, de una exhibición de victoria que señala al rival perdedor que se ha aceptado su sumisión y su derrota y que la batalla ha terminado. Después del olisqueo ritual, el vencedor se aleja lentamente y al cabo de un corto intervalo, el que ha sido vencido se aleja más de prisa hasta un lugar seguro.
No todas las peleas se llevan a cabo con tanta intensidad. Las disputas más suaves se zanjan “rozando las garras”, momento en que los rivales se golpean mutuamente con las manos extendidas. Al pegar en la cabeza del rival de esta manera son capaces de zanjar sus diferencias sin practicar todo el ritual de una riña de gatos y sin la saña que hemos descrito más arriba.
martes, 16 de septiembre de 2008
"Observe a su gato" - Desmond Morris
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Desmond Morris
martes, 2 de septiembre de 2008
"Libro de los Seres Imaginarios" - J. L. Borges
DOS ANIMALES METAFÍSICOS
El problema del origen de las ideas agrega dos curiosas criaturas a la zoología fantástica. Una fue imaginada al promediar el siglo XVIII; la otra, un siglo después. La primera es la "estatua sensible" de Condillac. Descartes profesó la doctrina de las ideas innatas; Etienne Bonnot de Condillac, para refutarlo, imaginó una estatua de mármol, organizada y conformada como el cuerpo de un hombre, y habitación de un alma que nunca hubiera percibido o pensado. Condillac empieza por conferir un solo sentido a la estatua: el olfativo, quizá el menos complejo de todos. Un olor a jazmín es el principio de la biografía de la estatua; por un instante, no habrá sino ese olor en el universo, mejor dicho, ese olor será el universo, que, un instante después, será olor a rosa, y después a clavel. Que en la conciencia de la estatua haya un olor único, y ya tendremos la atención; que perdure un olor cuando haya cesado el estímulo, y tendremos la memoria; que una impresión actual y una del pasado ocupen la atención de la estatua, y tendremos la comparación; que la estatua perciba analogías y diferencias, y tendremos el juicio; que la comparación y el juicio ocurran de nuevo, y tendremos la reflexión; que un recuerdo agradable sea más vívido que una impresión desagradable, y tendremos la imaginación. Engendradas las facultades del entendimiento, las facultades de la voluntad surgirán después: amor y odio (atracción y aversión), esperanza y miedo. La conciencia de haber atravesado muchos estados dará a la estatua la noción abstracta de número; la de ser olor a clavel y haber sido olor a jazmín, la noción del yo. El autor conferirá después a su hombre hipotético la audición, la gustación, la visión y por fin el tacto. Este último sentido le revelará que existe el espacio y que en el espacio, él está en un cuerpo; los sonidos, los olores y los colores le habían parecido, antes de esa etapa, simples variaciones o modificaciones de su conciencia. La alegoría que acabamos de referir se titula Traité des sensations y es de 1754; para esta noticia, hemos utilizado el tomo segundo de la Histoire de la philosophie de Bréhier. La otra criatura suscitada por el problema del conocimiento es el "animal hipotético" de Lotze. Más solitario que la estatua que huele rosas y que finalmente es un hombre, este animal no tiene en la piel sino un punto sensible y movible, en la extremidad de una antena. Su conformación le prohíbe, como se ve, las percepciones simultáneas. Lotze piensa que la capacidad de retraer o proyectar su antena sensible bastará para que el casi incomunicado animal descubra el mundo externo (sin el socorro de las categorías kantianas) y distinga un objeto estacionario de un objeto móvil. Esta ficción ha sido alabada por Vaihinger; la registra la obra Medizinische Psychologie, que es de 1852.
El problema del origen de las ideas agrega dos curiosas criaturas a la zoología fantástica. Una fue imaginada al promediar el siglo XVIII; la otra, un siglo después. La primera es la "estatua sensible" de Condillac. Descartes profesó la doctrina de las ideas innatas; Etienne Bonnot de Condillac, para refutarlo, imaginó una estatua de mármol, organizada y conformada como el cuerpo de un hombre, y habitación de un alma que nunca hubiera percibido o pensado. Condillac empieza por conferir un solo sentido a la estatua: el olfativo, quizá el menos complejo de todos. Un olor a jazmín es el principio de la biografía de la estatua; por un instante, no habrá sino ese olor en el universo, mejor dicho, ese olor será el universo, que, un instante después, será olor a rosa, y después a clavel. Que en la conciencia de la estatua haya un olor único, y ya tendremos la atención; que perdure un olor cuando haya cesado el estímulo, y tendremos la memoria; que una impresión actual y una del pasado ocupen la atención de la estatua, y tendremos la comparación; que la estatua perciba analogías y diferencias, y tendremos el juicio; que la comparación y el juicio ocurran de nuevo, y tendremos la reflexión; que un recuerdo agradable sea más vívido que una impresión desagradable, y tendremos la imaginación. Engendradas las facultades del entendimiento, las facultades de la voluntad surgirán después: amor y odio (atracción y aversión), esperanza y miedo. La conciencia de haber atravesado muchos estados dará a la estatua la noción abstracta de número; la de ser olor a clavel y haber sido olor a jazmín, la noción del yo. El autor conferirá después a su hombre hipotético la audición, la gustación, la visión y por fin el tacto. Este último sentido le revelará que existe el espacio y que en el espacio, él está en un cuerpo; los sonidos, los olores y los colores le habían parecido, antes de esa etapa, simples variaciones o modificaciones de su conciencia. La alegoría que acabamos de referir se titula Traité des sensations y es de 1754; para esta noticia, hemos utilizado el tomo segundo de la Histoire de la philosophie de Bréhier. La otra criatura suscitada por el problema del conocimiento es el "animal hipotético" de Lotze. Más solitario que la estatua que huele rosas y que finalmente es un hombre, este animal no tiene en la piel sino un punto sensible y movible, en la extremidad de una antena. Su conformación le prohíbe, como se ve, las percepciones simultáneas. Lotze piensa que la capacidad de retraer o proyectar su antena sensible bastará para que el casi incomunicado animal descubra el mundo externo (sin el socorro de las categorías kantianas) y distinga un objeto estacionario de un objeto móvil. Esta ficción ha sido alabada por Vaihinger; la registra la obra Medizinische Psychologie, que es de 1852.
"Libro de los Seres Imaginarios" - J. L. Borges
UN ANIMAL SOÑADO POR C. S. LEWIS
"El canto era fuerte ya, y la espesura muy densa, de manera que no podía ver casi a un metro delante de él, cuando la música cesó súbitamente. Oyó un ruido de maleza que se rompe. Se dirigió rápidamente en aquella dirección, pero no vio nada. Había casi decidido abandonar su búsqueda cuando el canto recomenzó un poco más lejano. De nuevo se dirigió hacia él; de nuevo el que cantaba guardó silencio y lo evadió. Llevaría más de una hora jugando a esta especie de escondite cuando su esfuerzo fue recompensado.
Avanzó cautelosamente en dirección a uno de estos cantos fuertes, vio finalmente a través de las ramas floridas una forma negra. Deteniéndose cuando dejaba de cantar, y avanzando de nuevo con cautela cuando reanudaba el canto, la siguió durante diez minutos. Finalmente tuvo al cantor delante de los ojos, ignorando que era espiado. Estaba sentado, erecto como un
perro, y era negro, liso y brillante; sus hombros llegaban a la altura de la cabeza de Ransom; las patas delanteras sobre las que estaba apoyado eran como árboles jóvenes, y las pezuñas que descansaban en el suelo eran anchas como las de un camello. El enorme vientre redondo era blanco, y por encima de sus hombros se elevaba, muy alto, un cuello como de caballo.
Desde donde estaba, Ransom veía su cabeza de perfil; la boca abierta lanzaba aquella especie de canto de alegría, y el canto hacía vibrar casi visiblemente su lustrosa garganta. Miró maravillado aquellos ojos húmedos, aquellas sensuales ventanas de su nariz. Entonces el animal se detuvo, lo vio y se alejó, deteniéndose a los pocos pasos, sobre sus cuatro patas, no de menor talla que un elefante joven, meneando una larga cola peluda. Era el primer ser de Perelandra que parecía mostrar cierto temor al hombre. Pero no era miedo. Cuando lo llamó se acercó a él. Puso su belfo de terciopelo sobre su mano y soportó su contacto; pero casi inmediatamente volvió a alejarse. Inclinando el largo cuello, se detuvo y apoyó la cabeza entre las patas. Ransom vio que no sacaría nada de él, y cuando al fin se alejó, perdiéndose de vista, no lo siguió. Hacerlo le hubiera parecido una injuria a su timidez, a la sumisa suavidad de su expresión, a su evidente deseo de ser para siempre un sonido y sólo un sonido, en la espesura central de aquellos bosques inexplorados. Ransom prosiguió su camino; unos segundos más tarde, el sonido empezó de nuevo detrás de él, más fuerte y más bello que nunca, como un canto de alegría por su recobrada libertad.
"Las bestias de esta especie no tienen leche, y, cuando paren, sus crías son amamantadas por una hembra de otra especie. Es una bestia grande y bella, y muda, y hasta que la bestia que canta es destetada vive entre sus cachorros y está sujeta a ella. Pero cuando ha crecido se convierte en el animal más delicado y glorioso de todos los animales y se aleja de ella. Y ella se admira de su canto"...
C. S. Lewis Perelandra, 1949
"El canto era fuerte ya, y la espesura muy densa, de manera que no podía ver casi a un metro delante de él, cuando la música cesó súbitamente. Oyó un ruido de maleza que se rompe. Se dirigió rápidamente en aquella dirección, pero no vio nada. Había casi decidido abandonar su búsqueda cuando el canto recomenzó un poco más lejano. De nuevo se dirigió hacia él; de nuevo el que cantaba guardó silencio y lo evadió. Llevaría más de una hora jugando a esta especie de escondite cuando su esfuerzo fue recompensado.
Avanzó cautelosamente en dirección a uno de estos cantos fuertes, vio finalmente a través de las ramas floridas una forma negra. Deteniéndose cuando dejaba de cantar, y avanzando de nuevo con cautela cuando reanudaba el canto, la siguió durante diez minutos. Finalmente tuvo al cantor delante de los ojos, ignorando que era espiado. Estaba sentado, erecto como un
perro, y era negro, liso y brillante; sus hombros llegaban a la altura de la cabeza de Ransom; las patas delanteras sobre las que estaba apoyado eran como árboles jóvenes, y las pezuñas que descansaban en el suelo eran anchas como las de un camello. El enorme vientre redondo era blanco, y por encima de sus hombros se elevaba, muy alto, un cuello como de caballo.
Desde donde estaba, Ransom veía su cabeza de perfil; la boca abierta lanzaba aquella especie de canto de alegría, y el canto hacía vibrar casi visiblemente su lustrosa garganta. Miró maravillado aquellos ojos húmedos, aquellas sensuales ventanas de su nariz. Entonces el animal se detuvo, lo vio y se alejó, deteniéndose a los pocos pasos, sobre sus cuatro patas, no de menor talla que un elefante joven, meneando una larga cola peluda. Era el primer ser de Perelandra que parecía mostrar cierto temor al hombre. Pero no era miedo. Cuando lo llamó se acercó a él. Puso su belfo de terciopelo sobre su mano y soportó su contacto; pero casi inmediatamente volvió a alejarse. Inclinando el largo cuello, se detuvo y apoyó la cabeza entre las patas. Ransom vio que no sacaría nada de él, y cuando al fin se alejó, perdiéndose de vista, no lo siguió. Hacerlo le hubiera parecido una injuria a su timidez, a la sumisa suavidad de su expresión, a su evidente deseo de ser para siempre un sonido y sólo un sonido, en la espesura central de aquellos bosques inexplorados. Ransom prosiguió su camino; unos segundos más tarde, el sonido empezó de nuevo detrás de él, más fuerte y más bello que nunca, como un canto de alegría por su recobrada libertad.
"Las bestias de esta especie no tienen leche, y, cuando paren, sus crías son amamantadas por una hembra de otra especie. Es una bestia grande y bella, y muda, y hasta que la bestia que canta es destetada vive entre sus cachorros y está sujeta a ella. Pero cuando ha crecido se convierte en el animal más delicado y glorioso de todos los animales y se aleja de ella. Y ella se admira de su canto"...
C. S. Lewis Perelandra, 1949
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